CANDELARIO, EL DISTINGUIDO ALIOSHA
- 10 abr 2019
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Aliosha era nadie. La primera vez que lo vi, había yo regresado a Caracas y estaba viviendo en ese entonces en La Candelaria, eso fue a mediados de los noventa. Caminaba yo hacia la plaza y allí estaba él entre la esquina de La Cruz y Miguelacho, creo que tenía entre manos un cachorro de gato recién nacido con el cual jugaba.
Era un niño de la calle, apenas tenía por ese entonces unos seis o siete años edad cuando mucho sino menos, ya estaba extraviado en la locura de una infancia desgastada antes de tiempo. Desde ese día lo empecé a llamar Candelario y allí lo quise en su inocencia, no sé porqué.
En ese tiempo tenía yo mucha empatía con locos y en La Candelaria había muchos. Estudiaba, por ese entonces, tratando de comprender al divino Plotino y no sé porqué tanto locos eran partidarios conmigo. Entre otros, había una loca que siempre me lanzaba besos y me decía requiebros de amor. Otra loca, una musa sin destino, la vez que una mujer me dijo algo porque tenía yo unos billetes en la mano y estaba distraído parado en la acera ésta le espetó que hacía metiéndose conmigo, que si quería unos coñazos ella se los daba.
El troglodita era un desgreñado que parecía un rastafari carbonero, sucio hasta más no poder y cubierto por una costra de mugre desde tiempos inmemoriales, cada vez que me veía me acompañaba hasta la casa número 8 y me preguntaba si ya había comido, me recomendaba que me cuidara y si tenía algún periódico encima me lo regalaba, con mucha cortesía yo se lo recibía. Aquello parecía una película de Fellini.
Aliosha deambulaba por La Candelaria y nunca salía de los linderos del barrio, nunca se alejaba más allá de las cuadras entorno a la plaza de La Candelaria; por eso siempre nos encontrábamos y nos cruzábamos por las calles del barrio. El pedía y la gente le daba comida, así pudo sobrevivir. Fue creciendo en su mundo perdido de niño y locura. Ya era un ser estropeado, sin presente ni futuro.
Así creció como un ser arrogado en este miserable mundo. Se hizo un muchacho largo con una barba de Romanov. Nunca he visto, ni he vuelto a ver, a nadie tan decente en el trato como Candelario, todo lo mendingaba pidiendo por favor y con una sonrisa; en lo que pedía era exigente, pues siempre requería lo mejor, si solicitaba un jugo tenía que ser light.
Quién sabe de dónde le salió esa distinción de emperador. Por eso lo bautizamos, Juanito y yo, como Aliosha (Alekséi, Alioshka, Aliosha o Lióshechka). Cómo se llamaba nunca lo supe, tampoco hacía falta. Para quien nadie es, el nombre propio no tiene ninguna importancia.
Aliosha no bebía aguardiente y ningún tipo de licor, siempre rechazaba los ofrecimientos que le hacían con la mayor distinción posible incluyendo, por supuesto, las gracias. Fumaba cigarros y los pedía con mucho garbo; como todo niño de la calle era drogadicto. Qué consumía, a saber; lo cierto es que lo enloquecía, pero no se metía con nadie. La droga lo arrebataba hacia alguna interioridad sin fondo ni asidero.
Aliosha se paseaba, para allá y para acá, por el callejón San Luis, entre las esquinas de Peligro y Pele el Ojo donde de yo vivía, mostrando su desenvuelto porte de noble aristócrata. Yo lo miraba pasar desde el balcón de la casa número 8. Era de mirada dulce aun cuando ya se había hecho un jovenzuelo desgarbado, siempre de porte erguido y majestuoso. A todo el mundo se dirigía llamándolo «tío». Siempre conservó cierto aire sutil de niño abandonado.
Un día ya casi ido yo de Caracas nuevamente, pregunté por él imaginando lo que le había pasado. El Coyote me dijo que había muerto en los brazos de su mujer, de la mujer del Coyote. Se había envenenado, si saberlo ni quererlo, con unas papeletas de veneno para ratas que había encontrado en algún basurero creyendo que eran adobo para la comida.
Así es como recuerdo a Aliosha, quien no era nadie. Nunca tuvo ni un dios ni ángel de la guarda, solo fue echado a las calles de este mundo. Tenía solo la inocencia y la ignorancia de quien no sabe quién es. Ni un lugar en el cielo debe haberle correspondido.
Ya Juanito se había mudado para ese entonces. Por mi parte, ya nunca más regresé a vivir en La Candelaria; recogí lo que me quedaba, que nunca ha sido mucho, y me fui. Tal vez, la muerte de Candelario o del distinguido Aliosha había servido para despedirme del barrio.
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