DANIEL GONZÁLEZ: LA VIDENCIA DEL OJO QUE PIENSA
- 28 jun 2018
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“La última posada” Daniel González
Acercarme a la obra fotográfica de Daniel González desde la ontología de la fotografía que desarrolla Roland Barthes en «La cámara lucida». A partir de ese texto, hacer una paráfrasis, un juego entre la obra expuesta y lo expresado por el filósofo francés.
El deseo ontológico de saber lo que la fotografía es en sí. Nos preguntamos, entonces, ¿qué rasgo esencial distingue el conjunto de estas imágenes fotográficas? Tal ontología la buscamos en la fotografía de Daniel González, en particular.
En la fotografía, siempre vemos a través del ojo que ha visto. Vemos lo que otro ha visto. Cada ojo en la vida fotográfica está hecha de pequeñas soledades, de pequeñas experiencias visuales, que son las soledades y las experiencias de quien ve.
Aunque vemos por el ojo del otro. Nosotros construimos nuestra propia experiencia. Somos un ser solitario ante la imagen que se nos presenta y estamos solos ante esta experiencia.
El fotógrafo no es solo el ojo que mira. Es también el dedo que aprieta el obturador. Es el momento que no puede pasar. Es un presente captado que no admite lo posible, lo que pudo ser. Es, o no es. En su hacer es excluyente.
Capta lo que ha tenido lugar una vez. La fotografía nos repite permanentemente lo que nunca más podrá existencialmente repetirse. En este aspecto, el acontecimiento permanece en sí mismo. No volverá a ocurrir. Es un particular absoluto. A lo contingente, la fotografía lo ha convertido en absoluto. Por cuanto lo hace irrepetible; lo convierte, de esta manera, en una contingencia soberana. Por supuesto, esto es una paradoja.

“Serán Exterminados” Daniel González
La fotografía es encuentro. Ya que vemos lo captado como una expresión infatigable. En tanto que capta, apresa lo que es «de ser tal», «de ser así», «de ser esto». Una foto no puede ser ni existencial ni filosóficamente transformada, nos dice Barthes, porque está conformada por una contingencia que ella ha hecho desaparecer.
La fotografía es un relato que dice: «mira», «ve», «mira esto». Nos muestra, de este modo, «ser esto», «ser tal», que antes hemos señalado. En este «ser esto», «mira esto» la foto no se distingue de su referente; de lo retratado o de lo fijado. No obstante, ella es su propio significante. Ella es lo que es, no depende de otro para ser ella. Incluso, no depende del fotógrafo. En este aspecto, tiene algo de tautológico: ella=ella
Por extraño que nos parezca una foto siempre es invisible. Porque no es a ella a quien vemos, vemos lo que nos muestra. La fotografía nos hace mirones. Nos asomamos a ésta para ver que nos muestra. Y lo que nos expone a la vista no es otra cosa que lo que ella es.
El gesto fundamental del «Operator» consiste en sorprender algo o a alguien sin que lo sepa el sujeto fotografiado. En este sorprender el fotógrafo revela o devela lo que estaba escondido. Lo cual el sujeto fotografiado ignora o no tiene conciencia de ello.
El fotógrafo devela lo raro, en primer término. En segundo lugar, la reproducción de un gesto inmoviliza una escena en el momento decisivo. De este modo, desafía la ley de lo posible. Y, más aún, la ley de lo interesante.
La fotografía para sorprender fotografía lo notable, indica Barthes. No obstante, a la vez, determina como notable lo que ha fotografiado. Pues lo fotografiado deja de ser «cualquier cosa» y pasa a ser algo notable.
La videncia del fotógrafo no consiste en ver, sino en encontrarse allí. Es gracias a la «marca de algo» —al «punctum»— que la foto deja de ser cualquier cosa. Y se convierte en ese algo que nos hace vibrar.
Ante la fotografía somos espectadores del espectáculo. Tenemos en ella dos experiencias: Por una parte, la del sujeto u objeto mirado, si somos fotografiados. Por otra, la del sujeto que mira, lo que hace el fotógrafo.
Puede ocurrir que nosotros seamos mirados sin saberlo. Otras veces, por lo general, muy a nuestro gusto somos fotografiados. En este caso, al sentirnos observados nos constituimos en el acto mismo de posar. Y al posar nos fabricamos otro cuerpo, nos dice Barthes, nos transformamos por adelantado en otra imagen. Esta transformación es activa, ya que sentimos que la fotografía crea nuestro cuerpo.
Al posar nuestra existencia la extraemos de la fotografía. La fotografía es el advenimiento del yo mismo como otro. Disociación de la identidad. Pues, se dan dos advenimientos el «yo fotografiado» y el «yo que ha fotografiado». Al posar hacemos que en la fotografía estemos siempre imitándonos; de ser ese yo mismo como otro, ese otro que es nuestra propia imitación.

La fotografía nos transforma de sujeto a objeto. Incluso, a objeto de exposición. Al convertir nuestra contingencia en absoluto. En la foto-retrato se cruzan, se afrontan y se deforman cuatro imaginarios. Pues, ante la cámara somos:
«Aquel que creo ser».
«Aquel que quisiera que crean que soy»
«Aquel que el fotógrafo cree que soy»
«Aquel de quien se sirve para mostrar su arte»
Al posar la fotografía nos convierte en sujeto que se siente devenir en objeto. En este sentido, somos un espectro. La fotografía es la suspensión del espacio-tiempo.
Sin aventura no hay foto, nos dice Barthes. Ya que es la aventura fotográfica lo que nos anima. Y en este animarnos consiste su acaecimiento. Tal aventura es la búsqueda de la fotografía, y esta fenomenología nos compromete con el afecto. Que es la fuerza producida por la intencionalidad afectiva.
La intencionalidad afectiva está en el objeto que es la foto. La cual se nos aparece henchida de deseo, de repulsión, de nostalgia, de euforia. Como espectadores nos inclinamos, muchas veces, por sentimientos. Y profundizamos en ella como un «veo», un «siento»; «luego noto», «miro y pienso». En este sentido, la fotografía tiene existencia en y para nosotros.
El acercamiento a la fotografía, por el «gusto de algo» se da por la «aplicación de una cosa» que hace que nos interesamos por ella. Sea como testimonio político, histórico, estético… participamos de ella. Por eso que nos «punza», es lo que atrae, que nos marca y marca la fotografía con un valor superior; lo que Barthes denomina «punctum»
Al producirse este acercamiento, este «punctum» discutimos la fotografía con y en nosotros mismos. Vivimos la mirada que fundamenta y anima la práctica del fotógrafo, y en ese momento nos apropiamos como espectadores. Es en cierto modo al revés, nos dice Barthes. Nos convertimos en el «operator», por eso es al revés.
La foto se hace peligrosa al dotarla de funciones. Pues, para el fotógrafo éstas son coartadas, para: informar, representar, sorprender, hacer significar, dar ganas.
La fotografía, entonces, puede significar cuando adopta una máscara. Lo que hace posible que un rostro se convierta en producto de una sociedad y de su historia. La máscara es el sentido. De allí que la fotografía construya una mitología, una narración.
En este caso, lo urbano, la crítica…la Venezuela depauperada, el artista como arte. Una máscara sin ruido, que en el caso del artista, permanece en su agudeza. De allí, que consumimos la fotografía tanto estética como políticamente. No podemos separar esta impresión.
La fotografía es subversiva, y es peligrosa cuando es pensativa. Cuando hace reflexionar. Cuando sugiere sentido con otra letra, con otra narrativa. Y en Daniel González, la foto es no es ingenua, es con intención y con cálculo.
Por ello, Daniel González es la videncia del ojo que piensa[1].
[1] Este artículo fue la base del diálogo “Daniel González: la videncia del ojo que piensa” realizado en la Sala TAC del Centro Cultural Trasnocho, el día 27 de junio del 2018.
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