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LA DEFORMADA CREENCIA BÁSICA DEL HÁBITO SENTIMENTAL DEL LUGAR

  • 14 nov 2017
  • 4 Min. de lectura
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¿A qué me refiero con este hábito sentimental del lugar? El desarrollo del sentimiento de vinculación al lugar es algo que desarrollamos pronto en nuestra vida. Porque es nuestro topos natural, el que conocemos y en el que nos desenvolvemos de manera natural. Es nuestra área de resguardo y protección. En cuanto niños preferimos nuestra casa, nuestra calle, nuestro barrio porque allí están los padres, los amigos… Repito, lo conocido.


Desarrollamos un sentimiento de propiedad que nos une con esos lugares que son nuestra propiedad sentimental actualizada en el día a día. Por tanto, en la consolidación de este hábito sentimental desarrollamos creencias, que nos afirman como persona sensata conformada por una identidad estructurada. En Caracas, Venezuela, muchos hombres cuando se encuentran en algún otro lugar de la ciudad se llaman  unos a otros «parroquia»; con esto resaltan su identidad y pertenencia a un sector o barrio determinado.


Esto un asunto complicado. Pues, se fundamenta en la necesidad básica de pertenecer a un grupo, a una tribu. Unas personas lo sienten más que otras. Este el nivel de motivación o deseo del hábito sentimental. Que a primera vista, no presenta ningún conflicto. No obstante, a partir de ese deseo básico de identidad y pertenencia comienza la intervención cognitiva.


La identificación con el grupo social se determina por dos elementos. En primer término, por la definición del grupo que impone su cultura social. En segundo lugar, por las relaciones que impone cada cultura entre el individuo y el grupo.


La definición del grupo que impone su cultura social se inculca en el niño como una creencia básica; si esta cultura tiende a la disfuncionalidad social la misma, a la larga, terminara resultando peligrosa. Por ejemplo, la cultura de la favela, de la barraca, de la chabola, del barrio… Ahora bien, la disfuncionalidad social presenta muchas ramificaciones, esto es, la cultura delincuencial, de la incivilidad ciudadana, la marginación vecinal…


Tal creencia básica, que es un criterio relativo, se termina convirtiendo en una creencia absoluta, si eso es todo lo que vemos socialmente. De este modo, aprendemos a ser de la parroquia, a comportarnos de tal modo, a orinar en la vía pública, a arrojar la basura en cualquier sitio, a ser groseros y desvergonzados en nuestro hablar… Porque es así como es.


Hacemos de la arbitrariedad afectiva un hecho absoluto. Nuestra forma de ser en la ciudad viene dada por esas creencias. Además, creemos que ésta es una identificación óptima, que es la mejor forma posible de ser. Lo cual genera el segundo problema. Me refiero al sentimiento de orgullo fundado en esa deformada creencia absoluta; sentimiento que forma parte de la estima social y del hacer.


La identidad social, fundada en el lugar, aparece acompañada del prejuicio contra las demás, porque necesitamos hacer diferenciaciones tajantes, necesitamos valorar lo propio como bueno y lo ajeno como malo, es un criterio sencillo y ramplón. En este sentido, lo social es maniqueo sin saberlo. Sin embargo, este asunto ha sido manipulado por los políticos mesiánicos (Venezuela) al insistir en la identidad social y el prejuicio entre: pueblo vs rico, pobres vs burgueses, barrio vs urbanización.


Otro método simplificador de estas creencias es reducir la percepción de los demás —se puede referir a individuos o grupos— a un estereotipo. Por ejemplo, en el caso del «malandro» (Venezuela: Delincuente, especialmente el joven. Aunque abarca todas las edades) Este estereotipo puede verse como el rango más alto de la jerarquía social, en una sociedad delincuencial; modelo a imitar. Se imita porque éste es capaz de tener la mejores mujeres, dinero, poder. Esto se da a lo interno del lugar. Se hace hábito. A lo externo es percibir que todo un sector es o está constituido por «malandros». El fenómeno es más complejo.


Este reduccionismo determina unas diferencias culturales tajantes, las cuales conllevan al antagonismo directo por ausencia de un sentimiento de humanidad compartida. En primer lugar, a nivel de sectores éstos se excluyen mutuamente. Se «miran de reojo», son enemigos no declarados. Por lo tanto, siempre se están cuidando y observando con recelo. A lo interno del sector, por ejemplo en el barrio, tal ausencia del sentimiento se manifiesta en el asalto, en el robo, en el asesinato que se da en el barrio y fuera de éste.


En este reduccionismo queda excluido lo humano. Por tanto, no es de extrañar el grado de perversión social existente, más allá de la necesidad material que lo provoca, pero que no lo justifica ni explica.


Tales hábitos, creencias, reduccionismos, estereotipos se consolidan con los años, adquieren rigidez interior que se prolonga con la rigidez de la situación, con el estatus conseguido; se convierten en cuerpo. Los sujetos se amoldan a la coagulación de su pensar-hacer.


Conforme a la matriz social y personal, mas la participación de los distintos tipos de creencias, cada sujeto configura sus hábitos afectivos, sus formas de apego, sus estilos de motivación y sus estilos sentimentales. De acuerdo a como sean tales creencias serán los hábitos y los estilos sentimentales que están en juego.


¿Es posible cambiar? La respuesta es sí, pero se trata de reconstruir una personalidad, social e individual. Lo cual es una tarea que exige aprender un nuevo idioma, porque de lo que se trata es de aprender a leer el mundo de otra manera.


Referencias:

Facebook: consultoría y asesoría filosófica Obed Delfín

Youtube: Obed Delfín

Twitter: @obeddelfin

 
 
 

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