LA ESCUELA PRIMARIA Y NO SERVIR PARA NADA
- 26 abr 2019
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Le pregunté a mi viejo amigo Rómulo, si nosotros habíamos estudia juntos en la primaria y que luego nos habíamos encontrado en la universidad. Me dijo que sí, que habíamos estudiado desde primer grado a quinto grado. Ahí caí en cuenta que yo no recuerdo a nadie, es decir, a ningún niño de la escuela, ni nombres ni caras. Y me dije con mucho orgullo, carajo será que yo no servía para nada en esa escuela.
Debe haber sido así. Lo que sí recuerdo es que la escuela era muy grande y espaciosa. Tenía grandes patios para jugar y lugares con arboles al frente. Me gustaba la escuela y la recuerdo gratamente. De resto todo es difuso como en las películas románticas.
Siempre he pensado, y así creo recordarla, que la maestra de primer grado era una muchacha muy bonita, pero no sé si eso me lo inventé yo. También me acuerdo de un maestro, que a mi tierna edad me parecía que era un comemierda. Porque quería dársela de inteligente y estricto ante una cuerda de animales salvajes que éramos nosotros. Cualquiera puede ser más inteligente que un niño de primaria, lo que basta es haber leído un poco. Debes ser por eso que nunca me gustó la docencia como oficio.
Había una maestra, está la recuerdo como una señora, que todas las benditas mañanas nos ponía a rezar no sé si el padre nuestro que estás en los cielos o el Ave María. Lo cierto que en mi inocencia angelical ya me tenía las pelotas hinchadas con esa rezadera todas las mañanas antes de empezar las clases. Debe ser desde esos días de donde me viene ese ateísmo feroz y la indiferencia religiosa.
Otro maestro lo recuerdo porque me quitó cinco puntos, porque en un examen a mí de pelotudo se me olvido colocar mi nombre. Saqué veinte puntos en ese examen, fue el único veinte en toda mi vida de estudiante. Y a mí se me viene a olvidar escribir mi nombre en ese preciso examen. Siempre consideré que el maestro tenía razón de haberme quitado los cinco putos puntos. Aunque también pensé que podía haberlos dejado.
Había otro, que años más tarde decían que se le mojaba la canoa. Pero eso importa poco. De ahí, no recuerdo a más nadie. De verdad, que yo no servía para nada en la escuela. Lo que me gustaba era jugar en la calle, por eso creo que siempre he tenido una mente callejera, algo así como Bruce Springsteen; debe ser por eso que siempre me ha gustado El Jefe.
Había una niña, no sé en que grado, que cada vez que la maestra, porque era una maestra, le preguntaba algo se ponía a llorar como una Magdalena. Quién sabe por qué le darían esos ataques de llanto, pero así era. Se sentaba en los primeros pupitres y le daba por llorar. Era una cartirita, la pobre. No por catirita sino porque le daban esos llantos desconsoladores.
Con los pupitres, ahora recuerdo, había algo muy bueno. Los pupitres siempre por alguna razón están en fila, diría Foucault que eso es por una relación de poder. Bueno había un salón donde la fila de los pupitres era una sola pieza porque estaban soldados unos a otros, como un trencito. Así cada fila era una sola pieza de seis u ochos pupitres. Y los vagos, es decir, todos nosotros nos poníamos de píe, cada quien levantaba su pupitre y como era una sola pieza la levantábamos y empezábamos para adelante y para atrás, como si fuese un tren. Era una pendejada, pero era divertido y daba cabida para lo único que importa en esta vida, ser un vago.
Otra cosa que recuerdo era cuando al salón de clases llegaba la asistenta del dentista, porque en esa escuela había dentista. Llegaba con unas tarjetas o cartoncitos de dos colores, una para las hembras y otra para los varones. Ahí si era verdad que temblaba la tierra, el salón enmudecía y el más valiente se cagaba de guapo. Porque la asistenta lo venía a buscar a uno para el chequeo odontológico.
Eso era el Apocalipsis Now. Ahí empezaba el llanto y el terror, cada vez que la asistenta nombra a algún niño éste empezaba a llorar y no quería levantarse. Había que llevárselo a rastra. Era como si lo llevaran a uno para el campo de Auschwitz o Treblinka incluyendo a Himmler que lo esperaba allá.
Yo nunca lloré, no sé porque. No era por valiente porque igual estaba asustado como los demás niños, pero era que no lloraba por ir al dentista. Era como si me hubiese caído una mala fortuna, como si hubiese llegado a la caída en la desgracia y tenía que ir al cadalso, total había que darle al aguante.
Si uno estaba en el primer salón de esa ala de la escuela, y lo llamaba la asistenta, podían ser tres, cuatro o la cantidad de niños que le tocara el chequeo de ese salón, uno hacía una fila y se iba caminando con la asistenta para los otros salones a buscar otras victimas propicias para ese día del terror y del holocausto. Unos no volvían a adquirir la compostura e iban llorando hasta el consultorio del dentista.
Al llegar allí, la cosa era peor. Porque al oír el puto taladro dental era como oír las trompetas de la muerte. Los llantos arreciaban y se perdía toda la cordura posible. Yo no lloraba ni en ese momento. Una vez el dentista me dijo algo sobre que yo no lloraba, no sé que me dijo. Una esperaba sentado en unas sillitas afuera del consultorio, algunos quería escapar pero el largo brazo de la muerte los retenía.
Otro asunto de terror que pasaba en la escuela, era cuando llegaban las enfermeras. Creo que siempre eran dos o tres, llegaban con sus trajes blancos y su cofia; todas vestidas de blanco como acostumbraban vestir en ese entonces las enfermeras. Éstas llegaban con una bandeja de ampolletas, que en ese entonces no eran desechables, eran unos tubos de vidrios y las agujas esterilizadas. Porque cada cierto tiempo lo vacunaban a uno para salvarlo de la malaria, la tuberculosis… y de otras inmundicias que hay en este mundo.
La entrada de las enfermeras al salón de clases solo era comparable con la llegada de la Inquisición a una fiesta de herejes. Ahí se acababa toda alegría y esperanza, la sombra de la muerte se apoderaba de todo los espíritus. Nadie se podía salvar, las vacunas eran para todo el mundo, era la democracia más perversa que haya podido existir. Volvían los llantos desgarrados y la pérdida de la compostura, se repetía el Apocalipsis Now que estaba vez venía con Marlon Brando.
Las enfermeras colocaban la bandeja de jeringas en el escritorio de la maestra, mientras la tensión arterial llegaba a mil sobre mil. Las ampollas las traían en una cajita, eran de vidrio y las partían con una sierrita de metal. Comenzaban a llamar a cada niño por su nombre y apellido, porque las enfermeras también tenían unas tarjetas de control como la asistenta del dentista. A cada llamada se oía el llanto mortal de un cristiano.
Yo tampoco lloraba por las putas vacunas, no sé por qué y nunca me he preguntado eso. Lo he dejado en el limbo de la ignorancia. Todos usábamos camisitas blancas de manga corta, hembras y varones, uno se levantada la manguita para que le pusieran la vacuna. La enfermera le pasaba a uno un algodón con alcohol y le ponía la vacuna, yo me quedaba mirando fijamente lo que hacia la enfermera mientras me ponía la vacuna. Una enfermera, me dijo una vez que apartara la mirada. Para mi era importante ver lo que me estaban haciendo, por eso miraba; era parte de poder controlar el dolor que producía el pinchazo.
No sé si recuerdo algo más de la escuela, creo que eso es todo. Debe haber alguna otra cosa más, pero no da para contarlo. Yo llegaba temprano no solo porque vivía cerca sino porque me gustaba llegar temprano a clases, siempre fue así. La escuela ha sido en todos estos años solo un recuerdo agradable, de la cual no recuerdo mucho. Del bachillerato ni se diga, creo que soy como Cervantes un lugar del cual no me quiero acordar, en estos días escribiré sobre eso. Creo que hay menos que contar pero lo intentaré.
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